Estoy, sentado en el mismo sofá desde el que lo disputaré, a poco menos de
cuatro horas del partido más importante de mi carrera deportiva. Nunca imaginé
que fuera a ser en unos Juegos Olímpicos, en un torneo de rugby a siete, en la
Selección Española femenina, y a punto de cumplir 54 años. Pero así han
resultado las cosas, y no podría sentirme más orgulloso si estuviera yo en el
campo disputando a los All Blacks la final de la Copa del Mundo en el mismísimo
estadio de Twickenham.
Y me siento orgulloso porque ellas como nadie dan sentido a todo el
esfuerzo que generaciones de jugadores españoles de rugby, rodeados de la
incomprensión más absoluta, hemos dejado en los semiclandestinos campos duros o
embarrados de la geografía española. Porque miro a las chicas, de las que
apenas conozco nada ni en lo personal ni en lo deportivo, y me veo reflejado en
sus caras. Me reconozco en su ilusión, en su ambición y en su amor y dedicación
a este deporte del que tanto se habla, del que tanto se presume y del que tanto
se ignora. Gracias a ellas, en España los medios tendrán que hablar por primera
vez de rugby. Del deporte del rugby. Ya no bastará con la manida referencia a
los valores éticos que lo identifican por parte de personajes que tan sólo aparecen
en nuestro deporte coincidiendo con el glamour
que acompaña a las grandes citas internacionales de las que, hasta hoy, hemos estado
casi siempre ausentes.
“El rugby femenino no es ni rugby ni femenino”. Este viejo chascarrillo con
el que todos, yo también, hemos sonreído desdeñosos en alguna ocasión, ahora (hace
ya tiempo, en realidad) se nos demuestra en toda su estupidez. Porque nadie
representa hoy mejor el espíritu que hemos mamado desde que por primera vez nos
acercamos al rugby, que este puñado de chicas cuyo sueño ha sido y es dejarse
la piel en el campo por ellas y para ellas mismas. Afortunadamente, además,
tendrán a todo un país observando maravillado la belleza y espectacularidad con
la que saben interpretar la versión reducida de nuestro deporte. Y junto a esos
espectadores ocasionales, estaremos apoyando cada pase, cada carrera, cada placaje,
todos quienes nos hemos calzado unas botas de tacos y hemos soñado con ganar a
los All Blacks la final de la Copa del Mundo en el mismísimo estadio de
Twickenham. Aunque ahora, cerca ya de los 54, yo casi prefiero disputar con
ellas los partidos desde el sofá. Duele menos.
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