¿La arbitrariedad es uno de los valores del rugby? |
Hace 30 años España, en un día
lluvioso, venció a Alemania en el Campo Central de la Ciudad Universitaria por
50 puntos. El otro día, en ese mismo campo, ahora bautizado con el nombre de
Estadio Nacional Complutense, y con un tiempo igualmente desapacible, la
Selección Española de Rugby le metía 80 a esa misma selección alemana. Y aquí
terminan las coincidencias. Frente a aquel partido intrascendente, éste abría de
par en par a los Leones (o eso parecía) la puerta a su segunda participación en
el Campeonato del Mundo de Rugby. Frente al escaso centenar de aficionados, todos
jugadores o exjugadores, que presenciamos aquel partido, 16.000 personas, un
Ministro, un Rey y las cámaras de televisión del canal público de deportes,
fueron esta vez testigos del despliegue de juego y ensayos de los nuestros.
Frente a la cuasi clandestinidad de aquel primer enfrentamiento, la líder de
audiencia de las mañanas de televisión publicaba orgullosa un selfie en su cuenta de Instagram sentada
en la grada del estadio, y el primer diario deportivo de España dedicaba la
portada del lunes siguiente al triunfo de nuestra selección.
El auge del rugby en España en
estos 30 años ha sido espectacular. El número de jugadores se ha multiplicado y
centenares de niños se acercan sin miedo, animados incluso por sus propios
padres, a practicar un deporte duro, exigente en lo físico como ningún otro. Y
esto ha sucedido, entre otras cosas, por la aureola de caballerosidad que rodea
al rugby y los valores de nobleza, respeto, solidaridad y fair play que pregona.
Y todo iba rodado para España
hasta que lo que parecía un trámite contra una selección belga más que
asequible para estos Leones hambrientos de gloria, se convirtió en un muro
infranqueable.
A estas alturas de la película
nadie cuestiona la torticera intervención del Presidente de la federación
europea, rumano, y del árbitro del partido contra Bélgica, rumano también como
los dos jueces de línea, para favorecer de manera ilegítima a la selección,
claro, rumana, que habría quedado apartada de la clasificación directa para el
mundial si España hubiera ganado ese partido.
Pero España no pudo vencer. No le
dejaron ni competir. Y además, frente a esos valores que este deporte promete, algunos
jugadores españoles asediaron al árbitro al finalizar el partido. Esto, que
sucede día sí y día también en el deporte que de manera casi monopolística
ocupa los medios de comunicación, es ciertamente extraño en el rugby. Pero más
extrañas aún son las circunstancias que lo provocaron, con evidencias de
parcialidad en el arbitraje y acusaciones de oscuros intereses del presidente
de la federación europea en los derechos televisivos del mundial de rugby en su
país, Rumanía.
Pues bien, con todo esto sobre la
mesa, no han tardado algunos de los recién llegados al rugby, y que en el
fútbol aplauden las coacciones a los árbitros, antes, durante y después del
partido, en gritar en una indisimulada revancha a la cara de los jugadores de
rugby “sois como todos”. Sois como todos y el rugby es un deporte como otro
cualquiera. Otros, desde nuestro lado, se rasgan las vestiduras como plañideras venales ante el
comportamiento de los jugadores y proclaman que los sacrosantos valores del
rugby han sido pisoteados por ellos en esos escasos 3 minutos que tardó el
árbitro en salir del campo, cuando, independientemente de que el resultado del
partido haya estado predeterminado en los despachos, deberían haber mantenido
la compostura y estrechado su mano agradeciéndole su participación.
No señores. A todos ellos hay que
decirles que el rugby no es un deporte cualquiera. Que los valores de juego
limpio, solidaridad y respeto están perfectamente vigentes porque son
imprescindibles para que el mismo juego pueda llevarse a cabo. Y es que, al
contrario de otros deportes, el rugby pertenece a quienes lo practican. Es un deporte
hecho por y para los jugadores. El rugby es igualmente importante tanto si
juegas tu partido en un campo embarrado y lo presencia por casualidad un hombre
que ha sacado a pasear a su perro, como si lo juegas en el estadio de Twickenham
ante 60.000 espectadores y con las cámaras de televisión de medio mundo
repitiendo una y otra vez el espectacular ensayo de la estrella del momento.
Y precisamente por eso, porque el
rugby pertenece a quienes lo practican, toda la estructura que hay a su
alrededor (clubes, federaciones, árbitros, entrenadores y directivos) tiene
como única razón de existir el ser garantes de que los valores que los
jugadores representan en el campo están asegurados desde antes de que se calcen
las botas. Y esto es lo que esta vez ha fallado.
Así lo reconoce la propia
federación internacional (World Rugby) que, ante este escándalo internacional
sin precedentes, ha abierto una investigación de oficio. Una investigación que
no sabemos qué resultado dará pero que no puede cerrarse en falso con una
sanción a los jugadores que, tras 80 minutos de juego sin una sola incorrección
hacia un árbitro tramposo, le exigen explicaciones al final de manera airada.
Sería un ejercicio de cinismo insoportable que se hiciera recaer en esa media
docena de veinteañeros a quienes de manera injusta se les priva de su sueño y
del resultado de su duro trabajo, la responsabilidad del desdoro que ha sufrido
el rugby. No. Esta vez la responsabilidad está fuera del terreno de juego. Lo que sucedió tras
el partido, siendo triste, es el resultado del incumplimiento de las
obligaciones de quienes tienen como única misión (además bien retribuida) velar
por la salvaguarda de los valores de nuestro deporte.
No han fallado los
jugadores. No ha fallado el rugby. Han fallado sus administradores, en cuyas
manos creímos que nuestro deporte estaba seguro.